Lectura quincenal

julio 31, 2013
Falsos recuerdos

Dan Kronos


CAPÍTULO UNO

En la zona de restauración me topo con un vigilante apoyado en una columna. Barre las me­sas con la mirada y sus dedos juguetean con el silbato que lleva colgado a la altura del esternón. Con la mano izquierda marca un ritmo sobre uno de sus mus­los. Según su placa identificativa, se llama C. Lyle.
Me acerco a él. Pasan cinco segundos antes de que me mire.
—Hola —saludo—. He perdido la memoria. Me preguntaba si podría ayudarme. 
—¿Has perdido la memoria? 
No sé por qué lo repite. No hay duda de que me ha oído perfectamente. 
Se endereza impulsándose contra la columna. En la barbilla le crecen unos cuantos pelillos rubios y tiene la frente llena de acné; una parte de él no ha supe­rado todavía la pubertad. 
—¿Cómo te llamas? —pregunta. 
—Miranda North.
—¿Y cuántos años tienes?
—Diecisiete. 
Cuando sube un solo lado de la boca me percato de que pretende mentir: nadie sonríe así de forma natural. Eso sí que lo recuerdo.
—Por lo visto no la has perdido del todo. Sabes quién eres. 
Eso es verdad a medias. Recuerdo mi nombre y mi edad, recuerdo qué es un vigilante jurado, pero no 
recuerdo nada de mi vida. Espero que eso sea normal en los amnésicos.
La muchedumbre me empuja, me obliga a acer­carme a C. Lyle. Intento resistirme; estar expuesta de 
este modo hace que me pique la piel, no sé por qué. 
—No recuerdo nada más —contesto. 
Es cierto. Esta mañana me he despertado en un banco, contemplando la Terminal Tower. Como sé que 
ese edificio está en Cleveland, nada más verlo he pensado que ya era mala suerte despertarse sin memoria en Cleveland. No en San Diego ni en Dallas, donde hace sol más de un par de días al año. La única razón lógica de que me encuentre aquí es que esta ciudad es mi hogar. 
Sé que me llamo Miranda North y que tengo die­cisiete años y medio. Llevo cuatrocientos dólares en el 
bolsillo. 
—¿Por qué iba a mentir? —inquiero. 
—Porque eres una cría y a las crías les gusta vaci­lar a los vigilantes.
No me imagino por qué. Si quiere que me quede aquí hasta que se vea obligado a atenderme, juguemos. 
Después de dar una vuelta por la ciudad encontré un espejo en unos lavabos públicos y no reconocí a la 
chica que me clavaba los ojos. Bueno, en realidad sí, sabía que esa chica era yo, claro, pero si antes de eso 
alguien me hubiera preguntado por el color de mi ca­bello, no hubiera sabido qué responder. Es castaño rojizo, liso, y me llega por debajo de los hombros. Soy musculosa, como si me pasara el día en el gimnasio. La línea de mis abdominales es visible sin contraerlos. No soy corpulenta, pero tampoco blanda, en absoluto. Puede que sea gimnasta. Tengo los ojos del mismo co­lor que el pelo: qué raro. 
Estuve dando vueltas hasta que entré en el centro comercial. Al principio me sentía cómoda, no tenía 
miedo, porque no sabía qué temer. La pérdida de me­moria podía ser algo temporal. Sin embargo, al cabo de un rato mis ojos empezaron a buscar cobijo por su cuenta, lugares donde esconderme. Escudriñaba las ca­ras de la gente y juzgaba sus expresiones como amisto­sas o amenazadoras. Observaba sus movimientos valo­rando si se preparaban para atacar. Nadie parecía dispuesto. 
«Paranoia», pensé. Hice lo posible por aparentar serenidad, aunque solo sentía desasosiego y la mirada 
se me iba a todas partes en busca de algún asidero tran­quilizador. 
Al cabo de un rato me harté. Tenía que pedirle ayuda a alguien. Subí por las escaleras mecánicas a la 
zona de restauración de la segunda planta. Encontré una mesa en una esquina donde descansar y pensar. 
Fue entonces cuando vi a C. Lyle apoyado en la co­lumna.

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